Me crié en una familia pobre y numerosa: abuela, abuelo,
padres y cinco
hijos, todos varones.
Yo, el último.
Casi ninguno de nosotros estrenaba ropa. Los
hermanos mayores heredaban
la ropa vieja del
padre y los menores, la de los
mayores; y lo mismo pasaba con los zapatos,
unas veces grandes,
otras veces
estrechos. Nos las arreglábamos. No me quejaba de la ropa vieja
y mal
combinada,
ya que todos los niños del pueblo andaban mal vestidos. En cuanto
a los zapatos,
prefería andar descalzo más que llevar los zapatos deformados
de los mayores.
Hasta que fui a la escuela, donde
era obligatorio que los alumnos
llevaran zapatos.
Los años iban pasando y yo los sobrepasaba a
todos en altura; la ropa ya no me
quedaba pero
esto nunca me molestó. Mi
problema era encontrar zapatos de mi número.
Nadie en el pueblo
usaba zapatos
más grandes del cuarenta y mi número era el cuarenta y tres.
Durante un año esperé la feria en donde me
comprarían zapatos. La feria, a punto
de terminar,
y mi padre seguía buscando
zapatos de acuerdo a su bolsillo y no a mi pie.
Envueltos en papel de
periódico, los trajo a casa y no se dignó nunca a llamarlos zapatos,
para mi
padre eran
«los de cuero».
Delante de toda la familia, que me miraba
asombrada —es que nunca habían
visto otros zapatos
más que las albarcas—,
extendí mis piernas y mi padre intentaba con
el calzador meterme
el pie en el
zapato. Me puse de pie e hice grandes esfuerzos para ponérmelos,
pero no hubo
manera. Desesperados, clavamos la mirada en los zapatos de cuero que se
negaban
a caberme.
Durante meses los pusimos en la horma, pero se
quedaron del mismo tamaño.
Hasta que un día
mi padre tomó una cuchilla de
zapatero y les hizo un corte redondeado en la punta
y me los puso.
A duras
penas mis dedos pasaron por el agujero y, como hojas de lechuga marchitas,
tocaron el suelo.
Llevé años estos zapatos, porque como decía mi
difunto padre: «Venga, hombre,
son de cuero.
¿Quién tiraría unos de cuero?».
Hoy, cuando me miro los pies, sonrío al ver mis
dedos torcidos
llenos de callos.
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